新闻来源:www.nytimes.com
原文地址:Le prometieron un gran trabajo. Luego lo convirtieron en un estafador
新闻日期:2024-09-12
他们曾承诺一份好差事,结果却变成了无尽的工作。他人每天要工作17个小时,一周7天,不知何时才能脱身。“我感到非常沮丧”,他说。
他在被拘留了三个月后终于回到了家乡,并且口袋里只剩下不到15美元。
原文摘要:
[Estamos en WhatsApp. Empieza a seguirnos ahora]Los estafadores de internet roban miles de millones a los estadounidenses cada año. En una sala de trabajo del sudeste asiático, donde decenas de estafadores buscaban nuevas víctimas en aplicaciones de citas, se escuchaba un tambor gigante y cantos cada vez que lograban que alguien les enviara dinero mediante engaños.“Celebraban a lo grande”, comentó Jalil Muyeke, un hombre de 32 años originario de Uganda, testigo de las celebraciones desde el interior de un complejo en Birmania.Muyeke también fue víctima. Pero aunque los autores intelectuales no le vaciaron la cuenta bancaria, sí le robaron siete meses de su vida, obligándolo a trabajar en sus fraudes.Cientos de miles de personas han caído en las redes de la estafa. En el caso de Muyeke, cayó en la trampa a través de una prometedora oportunidad de trabajo. Tras un angustioso viaje de miles de kilómetros, quedó atrapado en uno de los cientos de complejos del sudeste asiático, a menudo controlados por redes chinas de delincuencia organizada e instalados para estafas a escala industrial.Estas granjas de fraude —algunas de las cuales son casinos reconvertidos que cerraron durante los confinamientos por la pandemia— suelen tener como personal a trabajadores que son víctimas de trata y que realizan sus labores bajo amenaza de fuertes golpizas, descargas eléctricas o cosas peores.“El fraude cibernético perpetrado por poderosas redes delictivas transnacionales se ha convertido en una floreciente industria ilícita de miles de millones de dólares que supera ya el PBI de varios países del sudeste asiático juntos”, afirmó John Wojcik, analista regional de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC, por su sigla en inglés).Los captores de Muyeke se especializaban en estafas conocidas como “pig butchering” (o estafa de matanza de cerdo), un fraude que dura cierto tiempo en el que los estafadores se ganan la confianza de una persona simulando un romance o una amistad incipiente (el engorde de un cerdo), antes de estafar a la víctima (la matanza). Poco a poco convencen a la víctima de invertir (en criptomonedas, por ejemplo) y luego sugieren enviar dinero a una aplicación que parece legítima.Una vez que las víctimas envían el dinero, su inversión parece crecer, lo que las alienta a enviar más fondos. Pero no pueden retirar el dinero… porque se encuentra en una cuenta que controla el estafador.Las víctimas se quedan devastadas financiera y emocionalmente, pero lo mismo sucede con muchos de los estafadores. Esta es la historia de Muyeke; el Times se puso en contacto con él a través de Humanity Research Consultancy, que estudia la esclavitud moderna.El verano pasado, un viejo amigo de la escuela le habló a Muyeke de un contrato de seis meses en Bangkok para introducir datos y hacer promociones en internet. Su amigo le contó que la paga era de 2500 dólares al mes, una suma tentadora para alguien ambicioso que vivía en uno de los países más pobres del mundo. Él y su novia esperaban un bebé y la oportunidad parecía demasiado buena para dejarla pasar.“Pensé que, si podía ir a ganar dinero durante seis meses, no estaría presente en su nacimiento, pero volvería a tiempo para criarlo y darle un futuro mejor”, relató.Muyeke, hijo de maestros, trabajaba como supervisor de ventas de colchones en Kampala antes de irse a Bangkok, junto con otro recluta.Tras aterrizar, ya los esperaba un agente de policía tailandés que ya tenía sus fotos y selló sus pasaportes. Les indicó la salida, donde los esperaba un chófer.De inmediato fue evidente que algo andaba mal.Con ayuda de una aplicación de traducción, el chófer les dijo que el trayecto duraría una hora, pero Muyeke sabía que Bangkok estaba a unos minutos del aeropuerto. Atrapado en el asiento trasero sin servicio de telefonía celular, empezó a entrar en pánico.Los tres hombres viajaron durante otras ocho horas. Hacia medianoche, pararon en un restaurante y se dirigieron a un hotel. Muyeke arrastró la cama hasta la puerta y pasó la noche en vela.La mañana siguiente, se dirigieron hacia el río Moei, que divide Tailandia y Birmania. Un hombre tomó sus maletas y las arrojó a una canoa. Muyeke vio “un edificio ruinoso” al otro lado del agua y a hombres armados.“En ese momento, puedo decir que se me salió el alma del cuerpo”, recordó. “Estaba muerto de miedo”.Tras cruzar el río, les dijeron que se subieran a otro vehículo. Había más hombres y más armas.Llevaron a Muyeke a un complejo conocido como Dong Feng. Una vez ahí, lo condujeron a una oficina, donde conoció a un hombre chino que parecía estar a cargo. Se sentía increíblemente tenso, pero respiró un poco más tranquilo cuando se encontró con su reclutador ugandés, que hacía las veces de traductor de la empresa.“Nadie te va a matar”, recordó Muyeke que le dijo. “Nadie te va a extirpar los riñones”.Muyeke firmó bajo coerción un documento que decía que había llegado a ese lugar por voluntad propia. A continuación, le tomaron muestras de sangre —según le dijeron, eran pruebas de VIH y otras enfermedades— y luego fueron a un mercado a comprar algunos productos básicos, entre ellos un colchón de apenas un par de centímetros de grosor y sandalias.“Hay toda una ciudad en esas paredes”, comentó Muyeke.Junto con su compañero de viaje, los condujeron a un dormitorio pequeño, con cuatro literas, que poco después se llenó, a medida que el resto de sus ocupantes llegaron al terminar su turno laboral. Su reclutador era uno de ellos.“Lo siento mucho”, recordó Muyeke que le dijo. “Haremos algo de dinero y regresaremos”.Muyeke estaba devastado.La mañana siguiente, llevaron a Muyeke a la oficina de otro supervisor y le dieron un contrato que no pudo leer, porque estaba en chino. Pero, según le dijeron, como habían tenido que pagar los gastos de su viaje, le pagarían 400 dólares mensuales, en lugar de los 2500 prometidos.Muyeke se resistió al principio, pero el traductor le hizo una advertencia. “Me dice: ‘Amigo mío, aquí las cosas no son lo que parecen. Tienes que firmar. Si no, estos tipos te harán cosas malas’”.El día laboral de Muyeke iniciaba a las 8 p.m. , cuando muchas de las posibles víctimas al otro lado del mundo tomaban el café de la mañana.Le dieron una computadora portátil y tres teléfonos iPhone y le ordenaron descargar aplicaciones de citas y adoptar el personaje que aparecía en su perfil de citas: una atractiva diseñadora de modas que vivía en el barrio de Russian Hill de San Francisco, aficionada a las criptomonedas y que publicaba imágenes de sí misma en bonitos hoteles y hermosas playas.Se trataba del perfil típico de las estafas románticas y de confianza, que tan solo en 2023 les costaron a los estadounidenses unos 652 millones de dólares, según el Centro de Denuncias de Delitos en Internet del FBI. Muchos más casos quedan sin denunciar.La mujer cuya fotografía utilizaron para el personaje de la diseñadora de modas, originaria de Uzbekistán, también fue atraída a la guarida del estafador a través de una falsa oferta de trabajo. Conocida como “la modelo” al interior del complejo, estaba disponible para llamadas y videollamadas, y para más fotografías.La misión de Muyeke consistía en contactar a hombres estadounidenses y canadienses, preferiblemente blancos y mayores de 40 años, ya que era probable que hubieran trabajado y ahorrado durante varios años.“Siempre buscábamos en los sitios de citas a personas que parecían tener la vida financiera resuelta”, explicó.“La mayoría de nosotros lo hacíamos porque queríamos sobrevivir allí”, comentó Muyeke. “Nunca quisimos estafar a nadie. Para mí, era como estar en prisión. Para poder salir de ahí, tenía que cumplir mi condena”.Pero trabajaba turnos de 17 horas, siete días a la semana, sin saber cuándo recuperaría su libertad.“Te tienen ahí todo el tiempo que pueden. Hasta que dejas de ser productivo”, afirmó.Al cabo de cuatro meses, Muyeke estaba agotado; incluso empezó a advertir a las víctimas no caer en la estafa, mediante mensajes que borraba de inmediato.Sus supervisores lo castigaron por disminuir su productividad con cientos de flexiones, horas extra y carreras en el estacionamiento.Recordó que durante el quinto mes, su operación —y sus trabajadores— fueron vendidos a una empresa más estricta. Los nuevos jefes multaban a sus trabajadores por todo, incluido ir al baño y tardarse más de cinco minutos, recordó Muyeke. Un adolescente chino que conocía fue torturado con tal brutalidad que regresó sin uñas al lugar donde trabajaban.Desesperado, Muyeke les propuso un trato a sus captores: si lo dejaban ir, se llevaría a una compatriota enferma con él, aliviándolos de esa carga.Para su sorpresa, aceptaron. Casi siete meses después de su captura, fue liberado en febrero.Pero aún no era libre.Muyeke y dos mujeres fueron abandonados en una terminal de autobuses de Mae Sot, ciudad tailandesa fronteriza con Birmania, con visas expiradas y unos 810 dólares. Era probable que las autoridades los consideraran delincuentes.Tras investigar un poco antes de su liberación, Muyeke se puso en contacto con la Organización Internacional para las Migraciones, un grupo intergubernamental. Tras una angustiosa espera, la organización les sugirió un hotel donde estarían seguros.Aunque Tailandia cuenta con un procedimiento para ayudar a las víctimas, la investigación puede tardar hasta dos meses en completarse y las experiencias de las víctimas dependen a menudo de quienes las tramitan y de los prejuicios que puedan albergar. La estafa en línea, por ejemplo, no siempre se considera una forma de “delincuencia forzada”, según Humanity Research Consultancy.“La carga de probar su inocencia recae en las víctimas”, señaló Mina Chiang, directora de la consultoría.Muyeke dijo que, como era probable que no tuvieran pruebas suficientes para demostrar que habían sido víctimas de trata y como no querían arriesgarse a prolongar su estancia, les aconsejaron elegir otro camino.Se entregaron en la oficina de inmigración, donde los funcionarios les dijeron que veían casos similares a diario. Pasaron la noche en una celda y a la mañana siguiente comparecieron ante el tribunal: Muyeke dijo que a él y a las dos mujeres les impusieron una multa de 44 dólares a cada uno por quedarse más tiempo del permitido en sus visados.Pero no pudieron abordar el siguiente avión. Pasaron cerca de una semana encarcelados en un centro de detención de Mae Sot, antes de ser trasladados a otro de Bangkok, donde Muyeke fue separado de las mujeres y se le negó el acceso a su teléfono.Durmió en el suelo de su celda unas tres semanas más antes de que cambiara su suerte. La esposa de otro detenido le pasó de contrabando un teléfono, que Muyeke utilizó para ponerse en contacto con su hermano, con quien se había puesto en contacto meses antes. Tras un mes detenido, tenía un boleto de avión para volver a casa.Mientras caminaba por el aeropuerto de Etiopía antes de tomar su vuelo de conexión a Kampala, se sintió embargado por la emoción.“Entré al baño y lloré casi una hora”, dijo Muyeke.Aterrizó en Kampala el 4 de abril, con menos de 15 dólares en el bolsillo y tres meses después del nacimiento de su hijo.“Estar en casa y que alguien te mire, se pregunte quién eres y te sonría tímidamente”, dijo. “Fue increíble”.